Desde hace siete años tengo una planta de jazmines en mi casa. Y el milagro no solo es que crezca adentro, o sea de este lado del balcón, sino que además florezca caprichosamente. "Es una gardenia", me dijeron. Pero un día cualquiera apareció, entre tanto verdor, ese aroma conocido... y no pude evitar ponerme a llorar.
La balncura de los jazmines y su perfume sagrado fueron siempre mi mejor regalo. Cuando todavía celebraba mi cumpleaños en primavera y septiembre florecía siempre, me acuerdo de esos ramitos coquetos que se vendían en todas las esquinas de mi ciudad.
Hace unas semanas, vi nacer el último de los siete jazmines que brotaron esta temporada en mi planta. Seguí con atención el proceso y la transformación de cada uno de esos pimpollos desde el principio hasta el final. Vi miniaturas verdes desenrrosacándose con paciencia, las vi despegarse, valientes, de la hoja y convertirse de un momento a otro en flores blancas y maduras. Inevitablemete, y demasiado pronto, las vi también envejecer y achicharrararse duras y amarillentas contra la tierra.
Dicen que la memoria se relaciona con el olfato de una manera unívoca y perfecta; y yo así lo creo. Estas semanas el perfume de los siete jazmines me unificó y me acercó de un modo inexplicable a las diferentes mujeres que fui y soy. Toda mi vida estuvo ahí, en la fuerza de un aroma único y salvaje que vino a susurrar mi nombre.
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